No confiemos en nosotros mismos,
sino en Dios que
resucita a los
muertos (2 Cor 1, 9b).
Señor,
cuántos son mis enemigos,
cuántos
se levantan contra mí;
cuántos
dicen de mí:
«Ya
no lo protege Dios»
Pero
Tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria,
tú
mantienes alta mi cabeza.
Si
grito invocando al Señor,
él
me escucha desde su monte santo.
Puedo
acostarme y dormir y despertar:
el
Señor me sostiene.
No
temeré al pueblo innumerable,
que
acampa a mi alrededor.
Levántate,
Señor; sálvame, Dios mío:
Tú
golpeaste a mis enemigos en la mejilla,
rompiste
los dientes de los malvados.
De
ti, Señor, viene la salvación,
y
la bendición sobre tu pueblo.
(Salmo 3)